Este verano he registrado mi última novela. Está camino de un futuro incierto, pero espero que prometedor. Cruzo los dedos todos los días para que así sea. El caso es que esta vez, al registrar la obra, a diferencia de las anteriores, volví a casa enfadada y con la sensación de que el banco donde pagué la tasa por el trámite me había tomado el pelo.
Ya hace tiempo os expliqué cómo funciona el Registro de la Propiedad Intelectual. Todo sigue igual, salvo la forma de pago. Eso en Logroño, donde he vivido hasta hace poco (ahora resido en Gijón), ha cambiado.
Encuadernas tu novela, rellenas los formularios y te das un paseo hasta el Registro. Allí te atiende una funcionaria que te da un resguardo con el que debes ir al banco a pagar la tasa (14 euros y pico). Pasas por caja y en la entidad bancaria te dan un justificante con el que vuelves al Registro. Listo. Tu novela está reconocida y al cabo de un mes, más o menos, te llegará a casa la carta oficial en la que se te dice que todo está correcto. Sencillo, ¿verdad? Pues no. Esta vez no lo fue.
Todo transcurrió normal, como siempre, hasta que llegó la hora de pagar. En Logroño funcionan con Bankia, el banco de todos. Con el resguardo de pago, me crucé media ciudad, porque el abono se hace en su sede central, hasta llegar a las puertas del saneado banco español. Tras preguntar a unos cuantos empleados, llegué a la máquina expendedora de citas, porque ahora ir al banco es como ir al supermercado, y esperé mi turno. Cuando llegó, pedí hacer el ingreso y ahí, la oscuridad, como en el anuncio, se cernió sobre mí.
El empleado de la entidad bancaria, muy amable, debo reconocer, me explicó que hacer ese pago en ventanilla llevaba un coste. Si quería que fuera gratis, lo debía hacer a través de un cajero que tenían situado en la parte de atrás de la oficina. Vale, pensé. No puede ser tan difícil.
Aquí podríamos poner carcajadas y risas, como la enlatadas de las series de televisión. Risas ante la cara que se me quedó cuando el trabajador me dio un folio con las instrucciones que debía seguir para hacer el pago. Estaba lleno de indicaciones, pero lleno de verdad. Parecía el prospecto de un medicamento.
Me fui al cajero, saqué el papel del registro y dinero en efectivo de mi cartera, y recé para llevar algún billete porque resulta que lo primero que te anunciaba la maquinita era que no aceptaba monedas. Tenía varios, así que sonreí. Primer paso bien dado.
Me puse frente a la pantalla y seguí las instrucciones del folio. Meter nombre y apellidos, meter cantidad, meter número de cuenta, meter esto y lo otro y lo de más allá y, plof, me equivoqué de número y tuve que volver a empezar. Pero ojo que me equivoqué no porque no sepa leer un número de cuenta, no. Fue porque la pantalla táctil de la maquinita era de todo menos táctil.
Volví a empezar y esta vez lo hice a la perfección. Metí todos los datos correctamente y llegué a la fase final, como si de un videojuego se tratara, en la que introduje un billete de 20 euros. ¡Yuhu! Lo había conseguido.
Mientras esperaba los cambios y el justificante de pago, mi cara de satisfacción desapareció por completo cuando el cajero empezó a hacer ruidos raros y a escupirme un millón y medio de monedas. La máquina no las aceptaba, pero se lo pasó bomba dándome céntimos y más céntimos. No os imagináis lo que me pesaba el monedero de vuelta al Registro. Menos mal que metí un billete de 20 y no uno de 50. ¿Os imagináis los cambios?
Tras recoger las monedas, apareció el justificante de pago, por llamarlo de algún modo. Parecía más bien la cuenta de un supermercado donde están intentando ahorrar en tinta y papel (pequeño, en papel tipo biblia, con letra minúscula…) y del que además, solo te da una copia. Si quieres otra, te haces una fotocopia o le sacas una foto con el móvil. ¿Tú sabes cuánto costaría que fuera doble? ¡Por Dios! Si es que somos unos despilfarradores. Así nos va.

Con todo hecho, volví al Registro con la sensación de que aquello era una broma de mal gusto. Me preguntaba por qué no podía ir a pagar a otro banco, ya que el de todos no me gustaba, o por qué no me dejaban hacerlo por transferencia. Cuando uno paga, por ejemplo, el impuesto de circulación, le dan varias opciones. ¿Por qué no en el Registro? ¿Qué hemos hecho los escritores para merecer esto?
Lo del cajero, he sabido después, es la nueva política de Bankia en la que si no eres cliente de la entidad, te dan a elegir entre pagar por hacer gestiones con ellos o ir al cajero y pegarte con la maquinita para que te salga gratis. Yo, al escuchar esto, pensaba en gente de edad avanzada teniendo que hacerlo. ¿De verdad? ¿Pero no era el banco de todos? No es que yo sea cliente, que no lo soy ni pienso serlo, pero tenía entendido que soy “dueña”, como todos los españoles. ¿No merecemos aquellos que hemos hecho posible su supervivencia un trato mejor? ¿No somos lo suficientemente buenos como para ser atendidos por personas? Está claro que no. Es el banco de todos que no lo quiere ser (salvo para sacarles las castañas del fuego).
En fin. A pesar de los impedimentos y el mal humor que la maquinita te genera, lo conseguí hacer todo bien y mi novela vuela sola en busca de un futuro que espero, por favor, no sea tan obtuso como la mentalidad de algunos.