Tengo muchos lugares en mente, de todo tipo. Reales e imaginarios porque en los de ficción, de vez en cuando, también está bien perderse. Por ejemplo, últimamente pienso mucho en Shangri-La. ¿Qué tal se estaría allí ahora? O en Manderley. A la mansión viajaría para ser un fantasma que pudiera espiar los movimientos de todos los habitantes de la casa, hasta de aquellos que ya no están. Aunque a este lugar viajo por culpa de La isla de las musas, que me lleva mucho a lugares así.
Cuando regreso, intento quitarme la máscara. Tiro con fuerza de ella, pero está muy prieta. Entonces lo hago del pelo y solo consigo arrancarme un par de mechones. «Tranquilo», me digo a la vez que estiro esta vez desde la parte del cuello. En ese instante, mi hija pequeña entra por la puerta. Va vestida como yo. Tiene mi misma cara y me doy cuenta de que, en realidad, no llevo antifaz.
Si os digo que durante periodos difíciles de pandemia se pueden crear obras maestras, de esas que trascienden épocas, lugares y vidas, quizá penséis que todo lo que vivimos me ha afectado, pero no deliro, os lo aseguro. Y digo esto porque William Shakespeare, por ejemplo, escribió El rey Lear y Macbeth, dos de sus obras más importantes, dos de los mayores clásicos de la literatura de todos los tiempos, durante una cuarentena. Eso, al menos, aseguran algunos de sus biógrafos.
Según esta teoría, que nos alienta y mucho, el dramaturgo y poeta inglés pasó por varios confinamientos debido a las terribles plagas y pestes del siglo XVI. La primera fue en 1592, tiempo que aprovechó el literato para escribir, entre otras,La violación de Lucreciay el poema Venus y Adonis. Pero fue en 1606, con los teatros de todo Londres clausurados, cuando Shakespeare, de nuevo obligado a pasar por una cuarentena, trazó dos de sus mejores obras, El rey Lear y Macbeth. Para muchos expertos, este hecho sin precedentes convierte aquel tiempo horrible, paradojas de la vida, en uno de los más fructíferos y extraordinarios del autor al ser capaz de crear, en momentos tan oscuros, obras maestras que hoy siguen leyéndose y representándose en los teatros de todo el mundo.
Los escenarios de cualquier novela son muy importantes. Por eso, a mí me gusta que cada uno de ellos sea único y contenga esa verdad que lo convierte en especial.
En La isla de las musas (Suma, 2020), que saldrá a la venta el próximo 3 de septiembre, la isla no existe como tal, es una invención, pero, situada frente a la villa gallega de Baiona (Galicia), donde vive la madre del protagonista principal, está inspirada en las Islas Cíes. Cuando empecé a crear la novela, sus playas, gaviotas, la arena blanca o sus olas se convirtieron en el escenario perfecto para que esta historia de misterio y terror cobrara vida en ellas. Es un paisaje evocador que te transporta, sin duda, a la isla de mi mente, a la isla de las musas.
Los tres amigos cruzaron presurosos la valla exterior del recinto. Tocaba limpieza y debían darse prisa si querían evitar las horribles esperas que siempre se formaban en el lavadero cercano al camposanto.
—¡Devuélvemela! —pidió uno de los tres. Era el más pequeño y el último en llegar al grupo.
—Ven a por ella —rio el mayor, el que más tiempo llevaba allí. Ese tipo de bromas le encantaban.
—Anda, dásela.
Quien puso paz fue el tercero de los amigos. No era la primera vez que el mayor hacía rabiar al pequeño en día de colada y le quitaba la sábana, lo que era una faena, la verdad. Máxime cuando se es, como ellos, un fantasma a merced del viento.