La compradora de almas

—Buenas tardes. Me llamo Cristina Rojo y soy asesora de “Comparte tu Alma”. —Lo dijo de carrerilla. Llevaba muchos años repitiéndolo—. Llamaba por si pudiera estar interesada en la posible venta de su alma.

—Yo… —dudó su interlocutora—. El alma es algo muy serio y yo no quiero venderla.

—Lo comprendo. Sé que es difícil desprenderse del alma, pero quizá tiene algún sueño que cumplir.

Siempre había un sueño. Siempre.

—No necesito nada y no voy a vender mi alma —y, de la misma, colgó.

Cristina suspiró y la tachó de la lista. Llevaba cinco rechazos esa tarde. Las almas ya no se vendían como antes. Los buenos tiempos se habían desvanecido. Tenía que completar un mínimo mensual o, de lo contrario, adiós al trabajo. Le faltaba una para cumplir el objetivo. Solo una. Dejo la lista y el teléfono, y salió de la oficina a fumar un cigarro.

Frente a la puerta principal, observó a sus compañeros a través del cristal. Todos parecían felices y contentos. Bromeaban y hacían firmar ventas de almas a personas que, de seguro, no lo necesitaban. ¿Vender el alma por un coche o unas vacaciones? ¿En verdad era necesario cumplir esos deseos? ¿Cuánto, de verdad, vale el alma?

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Mármara

El siguiente relato está dedicado a los que luchan por cambiar las cosas y no se dan por vencidos.

En un mundo abrigado por leyendas y fábulas, existía una montaña de tres picos en la cual se ocultaba un ente divino. En lo más alto de una vieja torre, en el segundo pico, vivía ELLA. Nadie jamás la había visto y no se sabía cómo eran sus manos, su cuerpo o su rostro. Pocos habían osado subir la montaña para visitarla y, de ellos, ninguno había regresado.

Hacía mucho tiempo que no salía de su torre y de ahí que cuentos y fábulas hablaran de ella e imaginaran su pasado, presente y futuro. No se conocía a ciencia cierta el motivo de su encierro, pero decían las malas lenguas que era por amor. Otros, alentados por los hombres que subían la montaña y nunca volvían, afirmaban que era por su belleza, tan grandiosa que ningún ser humano podía soportarla. Y los había, temerosos y pávidos, que pensaban que era un castigo por algún acto impuro que cometió en el pasado. ¡Qué equivocados estaban todos!

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El contrato

Ahora que tengo próximo tu aliento, no sé si debo acercarme más. Quizá corresponda, pero mi condición me lo impide. No está bien que nos relacionemos.

¿Por qué? Tú lo sabes bien. No deberíamos ni hablar.

No juegues conmigo. No llores. No derrames ni una sola lágrima más, pues no conseguirás convencerme. Solo enloquecerme.

Haces que mi conciencia, de la que carezco, aparente real cuando no lo es. ¿Acaso no ves que por mucho que supliques no está en mi naturaleza sentir compasión? Yo no sé qué es la compasión. Tampoco la misericordia. No me implores porque no te servirá de nada.

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Ojos de sal

Mansas transcurren las horas, lentas y calmadas. Con las palmas de sus manos rozando el cielo, recuerda la magia de un primer ensueño, la locura de aquel placer que había llenado su vida de plenitud. Ahora, sola, paseando por un largo camino, arrastrando los pies hacia la soledad de la playa, quiere olvidar.

Marcha con la mirada ausente, perdida en la memoria, con lágrimas fijas, saladas como las olas que bañan sus pies. Va corriendo sin alma, vacilando en si acercarse al mar y así, huir del mundo.

¿Qué hacer? ¿Cómo olvidar el tiempo en el que cada noche él la visitaba?

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La voz de la ventana

Tras la ventana no cesa de llover. El viento frío es tan fuerte que rasga los labios e irrita los ojos. Tras la ventana se esconde una voz cascada por el tabaco y los años que recita al espejo poemas de juventud. Es Lola, una mujer enjaulada en sus recuerdos. Con cada verso que resuena en la habitación, su corazón se hace un poco más viejo.

Mientras se habla a sí misma a través del espejo, de vez en cuando, mira de reojo la ventana y observa el lento caminar de las horas. Contempla el transcurso manso de los días y ve el tranquilo pasar de los años.

Cada día, en esa habitación, se da cuenta de cómo todo a su alrededor comienza y finaliza del mismo modo. Incluida su vida.

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