
Tras la ventana no cesa de llover. El viento frío es tan fuerte que rasga los labios e irrita los ojos. Tras la ventana se esconde una voz cascada por el tabaco y los años que recita al espejo poemas de juventud. Es Lola, una mujer enjaulada en sus recuerdos. Con cada verso que resuena en la habitación, su corazón se hace un poco más viejo.
Mientras se habla a sí misma a través del espejo, de vez en cuando, mira de reojo la ventana y observa el lento caminar de las horas. Contempla el transcurso manso de los días y ve el tranquilo pasar de los años.
Cada día, en esa habitación, se da cuenta de cómo todo a su alrededor comienza y finaliza del mismo modo. Incluida su vida.
Así, la tienda de joyas del edificio de enfrente abre a las nueve y cinco. Ni un minuto más ni un minuto menos. Como siempre, desde hace más de diez años, poco antes de abrir, los zapatos del dueño resuenan por los callejones aledaños. Con el tiempo, su brillo se ha ido apagando, sin embargo esos chapines no dejan de sonreír. Le han prometido que seguirán caminando a su lado.
El frío y el viento han curtido la piel del vendedor, que cada día se torna más dorada, y la vida le ha regalado miles de experiencias que se reflejan en sus ojos. Aun así, nunca le falta la sonrisa.
Con su viejo reloj de bolsillo espera en una esquina escondido a que den las nueve y cinco. Ni un minuto más ni un minuto menos. Cuando las manecillas marcan la hora exacta, avanza con paso apresurado hacia la entrada principal de su tienda. Saca la llave del bolsillo interior derecho de su abrigo, y abre. No importa que llueva, nieve o haga sol. No importa si está triste, cansado o alegre. No importa, pues a las nueve y cinco minutos de cada mañana la tienda de joyas abre sus puertas.
Diez minutos más tarde, llega su mujer. Lo hace corriendo, colorada y sofocada.
La voz del apartamento, Lola, la envidia. La sombra que cada día se asoma a la ventana para contemplar el ir de las estaciones mientras se marchita, la envidia. Sufre al ver pasar la vida por delante de sus ojos y no ser capaz de participar en ella. Siente un inmenso dolor dentro de sí al sentirse tan sola. Le gustaría tanto ser la mujer del tendero.
Se contempla de nuevo en el espejo donde se advierte como una mujer vieja, triste y llena de soledad que ve la vida a través de un simple cristal. Su reflejo le devuelve la imagen de alguien apolillado y cansado que es tan solo un recuerdo de lo que un día fue. ¿Cuándo se perdió de tal modo?
La voz tiene envidia incluso del joyero. Desazón de que tenga a alguien a su lado porque ella, Lola, la voz de la ventana, está sola. No tiene a nadie. Está acompañada únicamente por sus recuerdos.
En la ventana, la lluvia continúa cayendo con fuerza y las horas siguen atravesando calmadas, sin prisa, la vida. El tendero y su mujer salen discutiendo de la joyería y se dirigen andando hasta el final de la calle. Allí, tras comerse con la mirada, sin decirse apenas nada, se dan un hermoso beso. Entonces, juntos de la mano, se apresuran al agradable calor de su hogar.
Como cada día, un pequeño gato pardo araña con entusiasmo una cerca vieja y podrida de un descampado cercano. Y como siempre, desde hace años, un anciano, más lejos de este mundo que cerca, enfermo y tembloroso, le acerca con su mano un plato de leche caliente. El minino agradecido miaga y ronronea. Se acerca al casi centenario hombre y se enreda entre sus arqueadas y viejas piernas.
Lola regresa al espejo y se lamenta de que, probablemente, si ella falta, todo seguirá igual. Solloza por no saber llorar y por no poder reír.
Pasan los años y un día esa mujer del espejo, esa voz de la ventana, se apaga. Cierra por siempre los ojos. Decide no tener más envidia; no tener más anhelos ni más sueños.
Los ciclos de la vida se abren y se cierran. Los días continúan transcurriendo mansos y, mientras la voz de la ventana sigue sin despertar, el joyero tiene una nueva marca en su rostro. Algo ha oscurecido su mirada. Ya no hay nadie que le regañe y que entre en la tienda diez minutos más tarde que él. No hay nadie que le dé un beso al final de la calle a mediodía.
Hoy, mientras la mujer del apartamento, Lola, sigue triste durmiendo en su lecho, el gato araña con saña la cerca, pero ya no hay ningún anciano que le dé de comer. Nadie responde a su llamada. La valla no se abre.
La voz del apartamento se mantiene tumbada en su cama y los días pasan. Oscurece cada noche a la par que el gato sigue maullando y arañando la vieja cerca sin encontrar respuesta.
Tras la ventana sigue lloviendo y el viento frío es tan fuerte que rasga los labios e irrita los ojos. Es tan fuerte que pasa las hojas de los poemas de Lola, pero no son recitados por nadie porque la voz de la ventana se ha apagado para siempre.
Copyright © 2011 Texto: Verónica García-Peña