El siguiente relato está dedicado a los que luchan por cambiar las cosas y no se dan por vencidos.

En un mundo abrigado por leyendas y fábulas, existía una montaña de tres picos en la cual se ocultaba un ente divino. En lo más alto de una vieja torre, en el segundo pico, vivía ELLA. Nadie jamás la había visto y no se sabía cómo eran sus manos, su cuerpo o su rostro. Pocos habían osado subir la montaña para visitarla y, de ellos, ninguno había regresado.
Hacía mucho tiempo que no salía de su torre y de ahí que cuentos y fábulas hablaran de ella e imaginaran su pasado, presente y futuro. No se conocía a ciencia cierta el motivo de su encierro, pero decían las malas lenguas que era por amor. Otros, alentados por los hombres que subían la montaña y nunca volvían, afirmaban que era por su belleza, tan grandiosa que ningún ser humano podía soportarla. Y los había, temerosos y pávidos, que pensaban que era un castigo por algún acto impuro que cometió en el pasado. ¡Qué equivocados estaban todos!
Mientras estas leyendas corrían de boca en boca, el ser de la torre veía pasar la vida soñando con que su encierro en verdad fuera útil. Mármara era su nombre y era la misma imagen hermosa del mar. No en vano, era su hija en la tierra. Una joven con un rostro reluciente e inmaculado que brillaba como la lluvia lo hace cuando juega con el sol. Su pureza se asimilaba al agua que cae, sinuosa y delicada, en primavera tras los primeros deshielos.
En su níveo cuello Mármara llevaba colgada una pequeña llave. Era la que abría la puerta al manantial secreto del que vivía el hombre y el verdadero motivo de su encierro. Debía ser protegida para que esa fuente nunca fuera saqueada y la humanidad pudiera seguir habitando la tierra.
Cierta noche oscura sin luna, acuciada por un extraño sentimiento de pena, abandonó la soledad de su encierro y bajó de su torre. Por primera vez en milenios descendió y se deslizó con sigilo montaña abajo hasta toparse de lleno con el mar que tanto amaba.
Cuando lo tuvo enfrente, cuando sus ojos contemplaron su estado, un grito de pura angustia salió de su garganta. Lo que veía no podía ser cierto.
—¡Padre! ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó atónita mientras observaba desolada el mar.
Un sentimiento de hondo desconsuelo invadió su corazón. Se sentía triste ante lo que sus ojos descubrían porque el mar se había convertido en el basurero de la humanidad.
Llena de rabia y dolor, comenzó a adentrarse en el líquido elemento. Las olas que antaño le resultaron dulces, esa noche le cortaban los pies y le lastimaban las piernas. Entre unas aguas oscuras, negras como las tinieblas y llenas de ingratitud, caminó mar adentro hasta quedar totalmente sumergida.
Durante días vagó por los fondos de los mares, por el centro de los océanos, por los ríos y los lagos. Durante días contempló la podredumbre de la tierra y el viciado olvido del hombre. Gimió al ver mares de plásticos y lloró por sirenas excretas que varaban en arrecifes de inmundicia.
Ya apenas quedaban seres acuáticos. Apenas había alguna burbuja en la que clavar la mirada y verse deformada a través de ella. Apenas alguna que otra alga que, a modo de guirnalda, intentaba adornar en vano el olor nauseabundo de la impureza de las aguas.
Con rabia, se arrancó la llave que durante años la habían mantenido encerrada y entró en el manantial del que vivía la humanidad. Cuando estuvo dentro, se sintió morir. Ya no existía. Había desaparecido. Había sido saqueado.
Mármara, abatida y triste, salió del mar. Se sentó en la playa y contempló durante horas esa maldita llave que la había condenado a la eterna soledad.
—Tantos años enjaulada… Tantos años encerrada por culpa de esta llave y todo, ¡¿para qué?!
Al final, el hombre lo había destruido igual. El manantial que protegía había sido saqueado por los mortales, arrasado, y ya no quedaba nada en él. Todo había muerto. Lo habían agotado.
Mármara se enfureció y comenzó a adentrarse de nuevo en el mar. Allí miró la tierra y, con los brazos tendidos hacia el cielo, gritó.
—¡Malditos seáis! —maldijo—. ¡Malditos vuestros hijos, que pagarán por vuestra ofensa! Yo, Mármara, hija del mar y protectora del manantial con el que durante años habéis sido bendecidos, os maldigo. A partir de hoy veréis llover todos los días de vuestra vida, pero no podréis tocar ni una sola gota de agua. Toda la lluvia caerá y se evaporará antes siquiera de rozar vuestro rostro. Percibiréis el agua, sin embargo, nunca podréis disfrutarla.
Con estas palabras se hundió en el mar y, allí, rodeada de putrefacción y podredumbre, lloró sin parar. Sus lágrimas cayeron con tanta fuerza que parecía que todos los océanos de la tierra gimieran. Y la lluvia de su llanto estuvo siempre acompañada por el rugir de su alma y la desesperación de su razón.
Su voz, quebrada por el dolor, retumbó en cada esquina de la tierra. Traspasaba muros, piedras y conciencias. Era la transmisora de la culpabilidad del hombre.
Sus cabellos, enredados en la mugre del mar, se agitaron con violencia provocando olas gigantes y aires huracanados. Tras su paso todo quedaba en un silencio sepulcral tan solo roto por su propio lamento.
El ser humano intentó por todos los medios limpiar el mar, los ríos, los manantiales, pero parecía ser demasiado tarde. Nada podía calmar la furia de Mármara.
Un día, mientras la lluvia seguía cayendo y los lamentos de Mármara retumbaban sin piedad en los oídos de los hombres, el mar le habló.
—Hija, ¿no crees que el hombre ya ha sufrido suficiente?
—No lo sé, padre. No estoy segura.
—¿No crees que habrá aprendido la lección?
Mármara no necesitó escuchar más. Había llegado el momento de dar una nueva oportunidad a la humanidad, que sería la última.
Salió del mar, se secó las lágrimas y volvió lentamente a subir a su encierro. Su furia cesó y el sol, en un tímido gesto de tregua, le acarició el rostro. Una vez en la torre, se sentó frente al espejo y contempló sus profundos ojos azules, y pensó: «esta será la última oportunidad del hombre. Si la pierde, no habrá más y toda la tierra llorará y rugirá de nuevo».
Copyright © 2015 Texto: Verónica García-Peña