
¿Se puede amar un sitio que no se conoce? Sí, como se ama la inspiración o el arte. Como un artista puede estar enamorado de su obra. Amar a través de lo imaginado por otros que se convierte en propio. Amar a través de los recuerdos.
Hotel California, junto con American pie (esta es mi canción preferida de todas las que existen en el mundo) y California dreamin forman parte de la banda sonora de mi adolescencia. De una adolescente que, tumbada sobre la hierba fresca que dejan las noches de verano, al lado del río, en un lugar cuyo nombre siempre le pareció mágico, Bolumburu (Zalla, Vizcaya), reía mientras espiaba con sus amigas a esas parejas que se ocultaban entre los árboles cercanos para robarse besos, caricias y quién sabe qué más. ¿Por qué sonaban estas canciones? No lo sé. Supongo que estaban en los casetes que le cogíamos a la hermana mayor de una de mis amigas.
Veranos con olor a pipas, nubes y regaliz de fresa; con el olor a los primeros cigarros y a las primeras cervezas. Olor a margaritas y tal vez a los primeros besos y, todo ello, con una banda sonora que si cerráis los ojos, estoy segura, podéis oír.
Y entre las páginas de lo leído y escrito, lo escuchado y cantado, en la memoria de lo vivido, los recuerdos de esa adolescente resurgen y me ayudan, a su manera, a crear personajes, escenas, situaciones. A imaginar sueños y desastres, anhelos y vergüenzas. Porque todo aquello que de alguna manera nos marcó de jóvenes, se cuela en la tinta de lo que escribo; porque las musas, ya os lo he dicho más veces, están en todas partes y solo debemos saber mirar y escuchar.