Desde que abandonó México, cada día pintaba su sombra en la pared con una pequeña tiza blanca que se había traído de allí. Le gustaba observar cómo el negro se invertía y el blanco inundaba su oscuridad. Cuando se cansaba del color cano de la tiza, se movía y su sombra crecía de nuevo. Era como germinar; como existir.
Y pintó y perfeccionó tanto ese especial trazo que una buena mañana, al desplazar su sombra, esta no se movió. No floreció. Se quedó clavada en la pared solo a merced de los nuevos movimientos, torpes aún, de la figura blancuzca que brotaba del muro y le saludaba con curiosidad.
Copyright © 2018 Verónica García-Peña
Muy bueno: la anti-sombra, diría yo…
Un saludo
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Gracias. Sí. También es un buen nombre 😃
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