El ángel negro (Segunda parte)

Con cautela, cuatro cartas fueron giradas desvelando el misterio que ocultaban. Una a una, fueron colocadas sobre un pequeño atril correspondiente al jugador y dictaron su sentencia.

Buena o mala. Justa o injusta. Allí estaba.

Carta roja: 35-40 años

Carta amarilla: pelirroja

Carta blanca: joya

Carta negra: india

La jugada no era la mejor; no era satisfactoria. El resultado no apuntaba optimismo. Difícil de localizar.

Al ángel negro le hubiera gustado gritar, lanzar los dados contra la pared o levantar el tablero de un manotazo, pero se contuvo. Guardó su malestar, su nerviosismo y su rabia, y lo escondió en lo más profundo de su ser. No podía mostrar debilidad frente al resto de jugadores. Además, se le había ocurrido una idea.

En cuanto saliera de la sala, llamaría a un antiguo jugador que trabajaba en inmigración. A cambio de una suculenta cantidad de dinero seguro que la ayudaba a dar con el objetivo o, al menos, con alguien de similares características. Tendría que soltar una buena suma para que se diera prisa y se mantuviera en silencio, pero no tenía otro remedio. Quería ganar. Necesitaba ganar o esa ansiedad que cada mañana invadía su cuerpo al mirarse al espejo se la comería viva.

A pesar de la dificultad de su misión, de la complejidad de su sino, recogió sus fichas con calma. Ella había sido la última en lanzar. Recogió sus dos alas y su cuerpo sin ellas, y las colocó dentro de una pequeña caja de madera que llevaba en su bolso.

Los dados y las cartas le habían enseñado el destino. Tenía cuatro días para hacerlo; cuatro días para conseguir que su reina, la suma de sus tres fichas, se encajará por fin y formara el ángel negro que ella personificaba. Era su última misión, su último juego, su último paso para llegar al triunfo y ganar. O su último paso para el fracaso y perder.

¿Qué pasaría si perdía?

Un escalofrío le recorrió la columna. No podía perder. No perdería. Conseguiría cumplir su misión y acabaría con el objetivo marcado por el tablero. No permitiría que esa panda de cobardes, que la observaban satisfechos y divertidos mientras recogía, obtuvieran el triunfo.

¡Jamás!

No dejaría que la convirtieran en objetivo.

Los dados y las cartas sellaban la fortuna y el destino al dueño de las fichas en juego y, una vez lanzados, no había marcha atrás. No podía hacer otra cosa que luchar. Que todas las piezas llegasen al centro y formasen una sola, la reina, tras conseguir con éxito dar y acabar con diez objetivos, era el fin último del juego. Ese era el motivo por el que jugar y ganar, y, también, la propia supervivencia junto con el reconocimiento de ser capaz de hacer algo que los demás no pueden ni imaginar.

El ángel negro sonrió. Abandonó la sala y cerró la puerta con cuidado. Sus ojos, como en otras ocasiones, expresaron sin necesidad de decirlo en voz alta que la muerte y la vida pueden ser perfectas compañeras de baile. Una danza al compás de la melodía del rebotar de los dados y el tic tac del reloj que ya había comenzado a correr.

Su sonrisa se alargó y sus ojos brillaron de entusiasmo. Estaba cerca, muy cerca de conseguirlo.

Cuatro días y la reina, el ángel negro, estaría completo.

El ángel negro (primera parte).

Copyright © Primera versión 2011 Texto: Verónica García-Peña

Copyright © 2018 Texto: Verónica García-Peña


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